Los encontré un día al regresar a casa amenazados entre jaulas y gritos de perro. Eran tan hermosos como dientes de león entre los pelajes de otros animales. Tan tiernos y afelpados como un botón de algodón-de azúcar.
Los llevé a casa por que eran tan suaves e irresistiblemente abrazables aquellos conejos. Crecieron entre cemento, ropa delicada y las pantuflas de toda la familia. Eran tan independientes y un poco como gallos. Eran dos machos con sus cachetes de bolita, les gustaba el sol de medio día que entraba en mi cuarto y sus patitas rosas hacían juego con sus orejas color salmón ¿Cómo no querer aquellas pelusas diminutas?
Crecieron y mi madre no los soportaba, siempre buscaba pretextos para dejar abierta la puerta y que algún niño pudiera enternecerse y se los llevara. Decidí dejarlos libres y tenía miedo de que no pudieran sobrevivir; decidí dejarlos en el lago, abrí la jaula, tenía ganas de llorar cuando los vi saltar por primera vez.
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