Y tenía tanto miedo de decirle aquella noticia.
No podía, se me congelaban las manos de sólo pensar en tu respuesta. Mientras subía por el elevador, trataba de pensar en la primera vez que lo vi. Pensé por un momento el porqué no me vestí de otra manera. Y no quería llegar a tu piso. El camino se hizo largo y mientras subía por aquel edificio veía junio pasear sobre la ciudad, en aquella lluvia y en aquel septiembre.
¡No puedo! y trato de encontrar entonces un pretexto para mi visita. Llevo la mitad del edificio y parece que no termina el recorrido. Y ahora tendré que ser fuerte, más que cualquiera, más que todas. Todas en ella siempre, el fantasma de años, el espejismo parlante. Y estabas conmigo y estabas con todas, y estabas con ella, y con la otra y conmigo. Todas reflejadas, y yo tratando de no sentir el vació de cada final. Tu amor pobre.
No puedo, me lo debo, esta vez siento que es verdad y temo a la espera, el tiempo límite se agota, tal vez no deberías saberlo. Pero debo decírtelo o de lo contrario jamás me lo perdonarías: una decisión, un instante, el destino, el presagio.
Debería correr ahora que se abrió la puerta. Pero no, no puedo. Y una dama pasa, entra y me observa extraña con sus labios rojos y sus ojos azules. Me sonrojo y salgo de un brinco del elevador.
Cada paso resuena en el piso y por los ventanales del corredor me invade la sensación de saltar, pero sigue lloviendo.
Parada frente a tu puerta, recuerdo las muchas veces que estuve a punto de no entrar, esta vez debo decírtelo. Debo. Respiro. Y pego mi oreja a tu puerta: Für Elise.
Eres tú tocando el piano, aliviada te oigo tocar el primer movimiento y me pego más a la puerta y me agacho un poco mientras pego mis manos, sonrió tiernamente con la repetición del primer movimiento, me paro y muerdo mis labios, miro hacía arriba y la pausa del piano concuerda con un golpear de mi zapato izquierdo que inevitablemente ha decidido seguirte (¡tonta! seguramente escucho algo), última nota, corro al elevador.
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